La bruma típica de los pantanos de turba los llena de magia y los convierte en ambientación perfecta para novelas de terror, pero su valor fundamental es, sobre todo, ecológico.Las turberas son, seguramente, los ecosistemas más misteriosos de nuestro planeta. Leyendas, mitos y cuentos de miedo rodean estos lugares tan particulares, sobre todo en otoño, cuando la neblina cubre la llanura y reina el silencio. En Dartmoor, Inglaterra, hay personas que aseguran haber visto un jinete sin cabeza en las turberas de la zona, así como al perro infernal que sirvió de inspiración al escritor Arthur Conan Doyle para su novela El perro de los Baskerville. Lo cierto es que más allá de mitos, las turberas vírgenes son, en su mayor parte, lugares intransitables que no deberían atravesarse si no se conocen bien o sin la compañía de un guía.
Muchas de las turberas que hoy conocemos se formaron hace unos 10.000 años sobre suelos impermeables al agua, cráteres de volcanes apagados u hoyos de hielo. Otras siguen formándose en nuestros días sobre lagos desecados, en depresiones de ríos o terrenos abundantes en manantiales. Las turberas más extensas se hallan en Siberia y Canadá, pero se pueden encontrar otras menores en Bielorrusia, los países bálticos, Finlandia, Irlanda o en el altiplano de los Andes. Tradicionalmente, se distingue entre turberas altas y bajas, siendo la principal diferencia entre ambas la juventud de las primeras. Se formaron –y siguen haciéndolo– sobre terrenos inundados o lagos desecados, debido a que guardan aún el acceso a las aguas freáticas y a los minerales en el suelo. De todos modos, por la acumulación de turba, las turberas bajas se acaban convirtiendo con el tiempo en turberas altas. Característica común de ambas es una constante saturación de agua que impide que el material orgánico se descomponga del todo: se forma la turba, una tierra oscura, ácida y empapada de agua, con una textura fibrosa y una concentración alta en carbono y pocos nutrientes. Esto las diferencia de los pantanos que, al secarse de vez en cuando, permiten que las plantas muertas se descompongan. Sobre algunas de las turberas bajas crecen bosques, dominados por el aliso, mientras que otras están cubiertas de diferentes especies de juncos y carrizos o, incluso, orquídeas. En cambio, hay muy pocas plantas que puedan sobrevivir en las turberas altas. Además del esfagno, crecen el junco lanudo, el brezo de turbera, el abedul pubescente o el rocío del sol (Drosera rotundifolia), que pertenece a las plantas carnívoras. De sus flores redondas surgen unos pelos rojos que llevan en las puntas unas gotitas transparentes, por lo que si algún insecto las confunde con rocío, ya no hay escape para él. Respecto a la fauna, podemos encontrar desde libélulas hasta gallos lira y zorros. Con el doble de la superficie de Bélgica, la Turbera de Vasyugan es la más grande de nuestro planeta. Se encuentra en el oeste de Siberia y en sus suelos se amontonan nada menos que 14.000 millones de toneladas de turba. También en el Parque Nacional de Tierra del Fuego (Argentina) quedan turberas vírgenes, de un intenso color rojo debido a las grandes superficies de musgo Sphagnum magellanicum que tiñen su suelo. Un caso especial son las turberas tropicales en Kalimantan (Indonesia) y en Malasia. Se trata de selvas de tierra baja que crecen en terrenos inundados encima de una capa de turba que puede alcanzar hasta 20 metros. Destacan por su gran biodiversidad: unas 200 especies de árboles crecen aquí junto a lianas y musgos. Además, posee una de las poblaciones más grandes en el mundo de orangutanes, así como ejemplares del tigre de Sumatra y rinocerontes. Por desgracia, éstas y otras turberas del mundo se encuentran en peligro desde hace siglos debido a la práctica de desecarlas para cultivar las tierras, construir encima o extraer combustible. Eso explica que apenas quede turba en Irlanda, Holanda o Alemania. Y lo mismo ocurre en España, donde contamos con muy pocas turberas –lamayoría, en el norte y en las lluviosas montañas del interior– por culpa de la extracción masiva.
Muchas de las turberas que hoy conocemos se formaron hace unos 10.000 años sobre suelos impermeables al agua, cráteres de volcanes apagados u hoyos de hielo. Otras siguen formándose en nuestros días sobre lagos desecados, en depresiones de ríos o terrenos abundantes en manantiales. Las turberas más extensas se hallan en Siberia y Canadá, pero se pueden encontrar otras menores en Bielorrusia, los países bálticos, Finlandia, Irlanda o en el altiplano de los Andes. Tradicionalmente, se distingue entre turberas altas y bajas, siendo la principal diferencia entre ambas la juventud de las primeras. Se formaron –y siguen haciéndolo– sobre terrenos inundados o lagos desecados, debido a que guardan aún el acceso a las aguas freáticas y a los minerales en el suelo. De todos modos, por la acumulación de turba, las turberas bajas se acaban convirtiendo con el tiempo en turberas altas. Característica común de ambas es una constante saturación de agua que impide que el material orgánico se descomponga del todo: se forma la turba, una tierra oscura, ácida y empapada de agua, con una textura fibrosa y una concentración alta en carbono y pocos nutrientes. Esto las diferencia de los pantanos que, al secarse de vez en cuando, permiten que las plantas muertas se descompongan. Sobre algunas de las turberas bajas crecen bosques, dominados por el aliso, mientras que otras están cubiertas de diferentes especies de juncos y carrizos o, incluso, orquídeas. En cambio, hay muy pocas plantas que puedan sobrevivir en las turberas altas. Además del esfagno, crecen el junco lanudo, el brezo de turbera, el abedul pubescente o el rocío del sol (Drosera rotundifolia), que pertenece a las plantas carnívoras. De sus flores redondas surgen unos pelos rojos que llevan en las puntas unas gotitas transparentes, por lo que si algún insecto las confunde con rocío, ya no hay escape para él. Respecto a la fauna, podemos encontrar desde libélulas hasta gallos lira y zorros. Con el doble de la superficie de Bélgica, la Turbera de Vasyugan es la más grande de nuestro planeta. Se encuentra en el oeste de Siberia y en sus suelos se amontonan nada menos que 14.000 millones de toneladas de turba. También en el Parque Nacional de Tierra del Fuego (Argentina) quedan turberas vírgenes, de un intenso color rojo debido a las grandes superficies de musgo Sphagnum magellanicum que tiñen su suelo. Un caso especial son las turberas tropicales en Kalimantan (Indonesia) y en Malasia. Se trata de selvas de tierra baja que crecen en terrenos inundados encima de una capa de turba que puede alcanzar hasta 20 metros. Destacan por su gran biodiversidad: unas 200 especies de árboles crecen aquí junto a lianas y musgos. Además, posee una de las poblaciones más grandes en el mundo de orangutanes, así como ejemplares del tigre de Sumatra y rinocerontes. Por desgracia, éstas y otras turberas del mundo se encuentran en peligro desde hace siglos debido a la práctica de desecarlas para cultivar las tierras, construir encima o extraer combustible. Eso explica que apenas quede turba en Irlanda, Holanda o Alemania. Y lo mismo ocurre en España, donde contamos con muy pocas turberas –lamayoría, en el norte y en las lluviosas montañas del interior– por culpa de la extracción masiva.
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